El encuentro con Cristo
Definitivamente uno de los problemas que más aqueja a nuestra sociedad es la falta de fe. No aquella fe de la que cada uno tiene una versión, sino la fe verdadera, la que descubrimos tras un encuentro con el único capaz de suscitarla, cambiando nuestras vidas: Jesucristo.

A pesar de este encuentro, no es ningún misterio que los cristianos que encontramos a Cristo en el camino de nuestras vidas, como el resto de la gente, pasamos a relativizar su importancia y lo determinante que aquel momento fue para nuestras vidas.
Todavía, por algún tiempo, seguiremos hablando de este encuentro, en reuniones privadas, cada vez más breves y distantes, hasta que sin darnos ni cuenta la habremos olvidado, dando un giro de 180 grados, volviendo a los inicios, igual o peor de lo que comenzamos, porque ya no tendremos el aliciente aquel que descubrimos y nos animó de manera tan especial, cuando nos encontramos con Cristo.
Cuando el encuentro deja de ser novedad
Cuando la sal pierde su sabor ya no sirve, sino para arrojarla a la basura. No se enciende una luz para ponerla bajo la cama. ¿Cuándo y por qué dejamos de dar sabor o de ser luz? O tal vez debíamos preguntarnos ¿Qué hizo que tomáramos conciencia que podíamos ser sal y luz para cuantos nos rodean?
Indudablemente la respuesta será, el encuentro con Cristo. Solo Él tiene la capacidad de suscitar en nosotros la alegría de la fe. Solo Él puede dar el verdadero sentido a nuestras vidas. Si esto es correcto, no debemos alejarnos de Él. No debemos permitir que la vida, la rutina diaria, nos aleje de Él.
La oración y la Palabra de Dios
¿Cómo podemos impedirlo? Orando y reflexionando diariamente la Palabra de Dios. Solo esta tiene la capacidad de fortalecernos en la fe y transformarnos. ¡El mundo necesita ser cambiado! Y solo puede ser cambiado por nosotros. Sin embargo constatamos que solos no podemos. Necesitamos del Señor para que haga con nosotros y con el mundo aquello que parece imposible. Recordemos que para Dios no hay nada imposible.
La Gracia de Dios
Por lo tanto, no sub estimemos la Gracia de Dios. La Gracia es este fuego que quema nuestros corazones cuando nos encontramos con Cristo. Si la hemos perdido, acudamos al Sacramento de la Reconciliación y recuperémosla. Debemos ser conscientes de ella, tal como lo fuimos en nuestro encuentro con Cristo. Aquello que nos animaba y motivaba para contagiar eufóricamente la alegría de este encuentro fue precisamente la Gracia.
Esta Gracia debe ser creciente y compartida. Solo crecerá en la medida en que oremos constantemente, todos los días y cada vez que nos sea posible durante el día. En la medida en que participemos frecuentemente en la Eucaristía, comiendo y bebiendo el cuerpo y a sangre de Cristo. Y en la medida en que hagamos de la reflexión de la Palabra de Dios un hábito, que ilumine nuestros pasos cada día. Solo entonces constataremos que nuestro camino se convierte en una espiral ascendente y sin retorno, hacia la perfección y la santidad.
Manteniendo, acrecentando y compartiendo el fuego
La Gracia, primicia del Reino de los Cielos, ha de ser consciente, creciente y compartida. Esto significa asumirla con responsabilidad, pero también con alegría. Porque se trata de una noticia, de un estado del alma contagioso, que deseamos que todo el mundo conozca y viva.
La Gracia ha de ser la que nos permita elaborar nuestro calendario, ordenando nuestras vidas y poniendo en la perspectiva correcta todo lo que hacemos, dando la prioridad que merecen todos nuestros compromisos, especialmente aquellos derivados de nuestra fe, en las que están involucrados nuestros hermanos.
Así orientados, que duda puede caber que –a ejemplo de Jesucristo-, pongamos en primer lugar la salvación de nuestros hermanos, la que solo podrán conseguir si ellos mismos son capaces de tomar conciencia de la Gracia recibida y la viven en forma consciente, creciente y compartida.
Viviendo responsablemente en Gracia
Por lo tanto, somos responsables unos de otros. Ellos nos necesitan y nosotros a ellos. No podemos vivir la Gracia en forma aislada. La Gracia se acrecienta cuando se comparte. Del mismo modo, podemos decir que se debilita cuando no la compartimos, cuando faltamos a nuestros compromisos, cuando no estamos presentes allí donde nos esperan. Todos nos necesitamos, unos a otros.
No faltemos a nuestros compromisos. Si lo hemos hecho, pidamos perdón, reconciliémonos con Cristo y nuestros hermanos y sigamos adelante. Es peor ocultar nuestros errores, nuestras fallas, pretendiendo que no existen. Ello solo ahonda abismos, perpetúa divisiones y acrecienta separaciones.
Los compromisos que adquirimos con nuestra comunidad, con nuestra parroquia o con nuestro movimiento, no son casuales y aunque parezcan resultado de tu propia iniciativa, son en realidad obra del Señor. Es la forma en que Él te llama a servirle, sirviendo a nuestros hermanos. Él ha puesto en tu camino estas circunstancias y estos compromisos como un medio para acercarte más a Él.
No te alejes. Él siempre te espera con los brazos abiertos y mientras haya vida, habrá esperanzas. Reconcíliate y vuelve hoy.
¡Cristo cuenta contigo!
(356) vistas