Lucas 7,31-35 – perdona los pecados

Texto del evangelio Lc 7,31-35 – perdona los pecados

36. Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa.
37. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume,
38. y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume.
39. Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora.»
40. Jesús le respondió: «Simón, tengo algo que decirte.» El dijo: «Di, maestro.»
41. Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta.
42. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?»
43. Respondió Simón: «Supongo que aquel a quien perdonó más.» El le dijo: «Has juzgado bien»,
44. y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos.
45. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies.
46. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume.
47. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra.»
48. Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados.»
49. Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados ?»
50. Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz.»

Reflexión: Lc 7,31-35

Estimados hermanos y hermanas, ¿a qué nos invita hoy el Señor? Hemos de tener fe; solo la fe nos salvará. Pero ya vemos que la fe no es tan solo una confesión de boca, sino una actitud que nos lleva a la acción, tanto piadosa como cotidiana. De algún modo estamos frente al reto de siempre, al cual no basta responder con palabras, sino con la vida misma. Es preciso un poco de misericordia con los que sufren, con los cansados, con los agobiados. Si bien es cierto que Jesús, siendo Dios y hombre, todo lo puede y todo lo soporta, para esta mujer le resulta imposible no sentirse conmovida ante la presencia del Señor, que sin reparar en su majestad, se hace uno más entre nosotros, caminando a marchas forzadas de aquí para allá, cumpliendo su Misión y aliviando a los que sufren, sin detenerse un momento para ocuparse de sí. Esto es lo que percibe esta mujer y por eso se tira a sus pies, buscando en algo aliviar su tensión, su esfuerzo, su trajín. No dice nada. Le basta con lavar, besar, secar y ungir con aceites los pies del Señor. Todo lo que quiere es expresarle su cariño, gratitud y admiración. Más allá de la contemplación pasa a impartirle humildemente todo su cariño y devoción con lo que es capaz de dar. Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados ?» Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz.»

La escena es tierna y conmovedora, más allá de quién sea esta mujer, que es en lo que sí reparan los fariseos, como si Cristo no lo supiera. Contrastemos las dos actitudes: la del Señor y la delos fariseos. Para estos últimos, más importante que lo que se hace es quién lo hace, es decir que el mérito de las acciones depende de quien las realiza. ¿Es esto cierto? ¿Es este un razonamiento correcto? ¿O sea que cuando nos saluda un potentado, constituye una distinción digna de realce, en cambio cuando nos saluda un andrajoso humilde del pueblo, ni lo miramos, porque la distinción es para él, no para nosotros? ¡Qué distintos somos al Señor! Tenemos que detenernos a reflexionar en estas actitudes, para aprender a imitarlas, ya que como hemos dicho, el Señor tiene un proceder muy distinto al nuestro. Su visión es otra. Él valora más los gestos de afecto y devoción de aquellos que sinceramente se sienten conmovidos por su presencia, sin importar cuan indignos sean. Es que su sola presencia tiene el Don de transformarnos. Quien así lo entiende y se pone piadosa y cariñosamente en marcha hacia Él, no será defraudado. El Señor tiene el poder de transformarnos y convertirnos de pecadores en santos, perdonando todos nuestros pecados. Esto es lo que hace con esta mujer, sin importar de qué pecados se trata. Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados ?» Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz.»

¿Cuál es el efecto del perdón? Pues la paz. El Señor es capaz de traernos paz a los corazones más afligidos y atormentados. Hay que buscarle sinceramente. La paz solo se puede alcanzar cuando hemos sido perdonados, cuando nos arrepentimos y condolemos de nuestras faltas; cuando hacemos propósito de enmienda. Solo el Señor tiene la capacidad para confrontarnos con nuestras miserias, haciéndonos sentir indefensos y humildes frente a la Verdad. Cualquier cosa que hayamos hecho en nuestro pasado es nada frente a Su Grandeza que todo lo opaca y desaparece. Del Señor brotan cual manantial bendiciones infinitas que tienen el poder de curarnos, sanarnos y restablecernos. No hay mal que no desaparezca ante Su sola presencia, si así selo pedimos y estamos dispuestos a creer. Basta una mirada, un pensamiento, una Palabra para que quedemos curados por siempre. Y qué curación, que alivio puede haber más grande que la de sanar el alma y alcanzar la paz. El Señor ha venido a traernos la paz. Creámoslo y viviremos eternamente. Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados ?» Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz.»

Oremos:

Padre Santo, qué alivio sentimos cuando estamos ante la presencia de Tu Hijo. No permitas que nos alejemos de Él. Que aprendamos a vivir y a caminar a Su lado, haciendo lo que nos manda, pues solo así alcanzaremos la felicidad y la vida eterna…Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos…Amén.

Roguemos al Señor…

Te lo pedimos Señor.

(Añade tus oraciones por las intenciones que desees, para que todos los que pasemos por aquí tengamos oportunidad de unirnos a tus plegarias)

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