Lo mataron como al más ruin de los delincuentes, como a un miserable. Y no contentos con ello, mortificados con el aspecto que tenían, puesto que se celebraba una fiesta, los judíos piden quebrarles los huesos y retirarlos.
Ya se habían desecho de este “charlatán” y no querían que su aspecto y su recuerdo estropeara las fiestas. Meditemos unos segundos en lo que significa Cristo para estas personas y de quién se trataba en realidad. ¡Que enorme contraste! ¡Qué disparatada percepción!
“¿Qué signos nos muestras para obrar así?” Jesús contesto: “Destruyan este templo, y en tres día yo lo levantaré”. Los judíos replicaron: “Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”
Domingo de la 3ra Semana de Cuaresma | 04 Marzo 2018 | Por Miguel Damiani
Lecturas de la Fecha:
Éxodo 20,1-17
Salmo 18
Primera de Pablo a los Corintios 1,22-25
Juan 2,13-25
Reflexión sobre las lecturas
Destruyan este templo
Nuestra relación con Dios ha de ser pura y santa. Exenta de otras intenciones que no sean el amor a Dios y a nuestros hermanos y consecuentemente nuestra salvación. Ninguna otra razón debe contaminar esta relación.
Esto quiere decir que por ningún motivo debemos cobrar y mucho menos lucrar con el mensaje del Evangelio. Nosotros no llevamos la Palabra de Dios porque nos conviene, porque recibimos una comisión o porque alguien nos paga por hacerlo.
si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.
Esta es una lectura muy bella y encierra la mejor promesa de amor que Jesucristo, Hijo de Dios, podía habernos hecho. Su vida entera, todo cuanto hizo finalmente estuvo dirigido a que creamos en estas palabras. Tendremos vida eterna. Seremos resucitados por Jesucristo el último día. ¡Qué puede haber más importante, llamativo, consolador, esperanzador, motivador, reconfortante y dulce que saber que todo cuanto pudiéramos haber hecho, cualquier sacrificio, padecimiento o dolor finalmente será recompensado con creces cuando seamos resucitados por Jesucristo el último día!
Claro, es preciso creer para ver con los ojos del corazón y del espíritu aquel esplendoroso día, en que la alegría no tendrá fin. Finalmente veremos todo en su debida dimensión, en sus colores intensos y vivos, con total trasparencia y belleza. Los aromas serán excelsos. Todos nuestros sentidos, desde el oído, pasando por la vista, el tacto, el gusto y el olfato serán exaltados. Nuestra mente, nuestra alma, todo nuestro ser rebozará de una alegría sin fin, más alta, más profunda, más ancha, más colorida, más emotiva, que el mayor éxtasis que pudiéramos haber alcanzado en esta vida. Lo que el Señor nos promete no es poca cosa. No podríamos alcanzarlo ni con todo el oro, ni con toda la ciencia del mundo. Es algo que está más allá. Es aquello que termina por dar sentido a nuestras vidas.
Sin Cristo, sin la realización de sus promesas, por más éxitos que pudiéramos alcanzar en esta vida, ella carecerá de sentido. Y es que nada en este mundo se compara al cielo que nos tiene prometido. ¿Y, quien es Jesucristo para ofrecernos tal fin, tal propósito, tal razón de la existencia? Jesucristo es el Hijo de Dios vivo, enviado por nuestro Padre Dios y creador del Universo precisamente para recordarnos que este es el propósito de nuestras vidas, que para eso hemos sido creados por Dios, que así lo hizo por AMOR. Por AMOR nos creó y nos destinó a vivir eternamente, en plenitud y felicidad.
¿Qué quiere decir que nos creó por amor? Quiere decir que nos creó incondicionalmente, que no hubo mérito alguno en nosotros para que nos diera el inapreciable Don de la Vida. Que nos lo dio por Gracia Divina, es decir Gratuitamente, sin esperar nada a cambio, porque además, nos sería imposible dar a cambio nada que alcance si quiera la enésima parte de su valor. Nos la dio porque su Misericordia es Infinita, porque Su amor no tiene parangón, sin esperar nada, sin condiciones. Este es el mayor ejemplo de amor que hemos recibido. Dios nos creó para que fuéramos felices y vivamos eternamente. Nos dio todo lo necesario para alcanzarlo.
El Demonio echa mano de todos los recursos que se le ponen a su alcance y uno de estos, qué duda cabe es la literatura, la prensa y los medios de comunicación en general. Como quiera que hemos de fiarnos de la información que se propaga, si queremos enterarnos de algo, tergiversar los hechos desde el preciso momento que ocurren y se dan a conocer es una práctica de la que siempre se ha valido el mal.
Distorsionar, ocultar, esconder, cambiar, engañar, mentir, atemorizar y manipular son una constante entre las estrategias empleadas por Satanás, para confundir a la incrédula humanidad y llevarla de la nariz a aquello que le conviene e interesa, que no es otra cosa que la división, la destrucción y la muerte, porque en ella encuentra su victoria frente a la Voluntad de Dios. El Maligno, que no es otro que la soberbia encarnada, se encuentra en abierta batalla contra Dios por ganarnos para su mundo tenebroso, oscuro y pestilente, donde la muerte, la mentira, las apariencias, el engaño, las tinieblas y el terror priman eternamente.
Nosotros, la humanidad entera, hemos sido creados por Dios para vivir eternamente en plenitud. Esta es la Voluntad de Dios que el Demonio se atreve a desafiar. Sin embargo, más allá de sus tentaciones y mentiras, hemos de tener la certeza que será la Voluntad de Dios la que prevalecerá, si nosotros creemos en Él, oímos a Jesucristo, Su Hijo, enviado a Salvarnos del peligro que nos acecha, y hacemos lo que nos manda.
Jesucristo ha venido a Salvarnos de este peligro por Voluntad de Dios Padre. Tanto amó Dios al mundo, que envió a Su propio Hijo a Salvarnos. El Demonio y la muerte no pueden contra Dios, así que seremos salvos si Creemos en Dios, le oímos y hacemos lo que nos manda. Esto quiere decir que la Salvación no es automática, no se impone a nadie. Requiere de nuestra voluntad. Requiere de nuestra aceptación, de nuestra anuencia. En otras palabras, a pesar de todo el esfuerzo desplegado por Dios y el Sacrificio de Su Único Hijo, si nosotros queremos, podemos perdernos para siempre.
Que el Señor nos libre de los dobles discurso y de la hipocresía. Señalando y culpando a otros con el único fin de conseguir nuestros propios y mezquinos propósitos. Nos ocupamos de presentar todo razonablemente para que todos nos aprueben, pero no es lo que a todos parece lo que buscamos, sino otros oscuros y egoístas intereses
Somos artistas de las apariencias, pero tras nuestros discursos solo hay frívola vanidad. No escatimamos en presentar falsos argumentos con tal de impresionar a nuestros interlocutores, para lograr su anuencia y consentimiento, pero nosotros sabemos que aun cuando nuestras razones suenan muy convincentes, pues por eso las urdimos, en realidad hay otros móviles inconfesables para nuestros actos.
Este proceder que así tan descarnadamente presentado nos produce tanta repulsa, es sin embargo más frecuente de lo que somos capaces de confesar. La expresión popular lo grafica como “no dar puntada sin nudo”, es decir que si algo aparentemente cedemos, no es por otra razón que por alcanzar nuestros propios objetivos que preferimos mantenerlos ocultos, para no dar a conocer la verdadera dimensión de nuestros actos, por estrategia, porque sabemos que en el fondo hay algo no muy santo en ellos.
Ejemplos muy burdos y terribles son el bombardeo de una ciudad ordenado aparentemente para proteger a inocentes, cuando sabemos que en el fondo todo lo que se persigue es activar o incrementar el inescrupuloso y mortífero mercado de armas, que deja significativas ganancias a quienes sostienen los gobiernos de los poderosos.
Jesús nos revela varias cosas importantes en este dialogo que sostiene con los judíos. Estos lo han sometido a un interrogatorio, esforzándose no por entenderlo en realidad, sino por descalificarlo. Ellos ya tienen una idea formada, unos prejuicios arraigados, unos conceptos que no están dispuestos a cambiar, y simplemente quieren asegurarse que Jesucristo no encaja en ellos.
Qué peligrosa resulta esta actitud en la que muchas veces caemos. Tenemos una idea formada de todo y nos aferramos a ella. No estamos dispuestos a cambiarla porque se desmoronaría todo aquello en lo que creemos y confiamos, aquello que justifica y da razón y sentido a lo que hacemos. No estamos dispuestos a cambiar. No nos damos tan fácilmente.
Y, sin embargo, bien valdría la pena detenernos un momento a reflexionar si en realidad aquello que sostenemos es tan sólido y rígido, si tiene verdaderos cimientos o si hemos edificado sobre arena. ¿De dónde provienen nuestras creencias? ¿Cuándo y dónde las forjamos? Es cierto, ellas deben constituir el fundamento y la razón de nuestras acciones y aspiraciones. Nos explicamos en función de ellas.
Cabría preguntarnos ¿hasta qué punto son nuestras o hasta qué punto nos han sido impuestas por nuestro entorno histórico, social, cultural o económico? Seamos sinceros, muchas veces la explicación que encontramos por toda justificación a nuestros actos es: todos lo hacen. Es decir que seguimos un patrón de comportamiento, procurando ajustarnos a ciertos modelos exitosos, entendiendo que si así lo hacemos no tendremos pierde, como aquellos a los que seguimos parecieran no tenerlo.
Frente al Señor, hay que tomar partido. No podemos seguir indiferentes. Es preciso reflexionar y tomar una decisión. Estamos con Él o estamos contra Él. No hay una tercera opción. El que no recoge, desparrama. Y tampoco podemos hacernos lo que no sabemos, porque a Dios nadie lo engaña. ¡Es nuestra decisión! Estamos advertidos.
¡Qué difícil nos resulta reconocer la verdad cuando no nos gusta, cuando nos demanda esfuerzo y sacrificio! Queremos seguir tibios, regodeándonos en nuestra mediocridad. Parece que está en nuestra naturaleza conformarnos con lo que tenemos, con el esfuerzo desplegado. No queremos ir más allá. No queremos arriesgar. Tenemos miedo a perder. Y, lo peor es que no confiamos en Dios. Tememos que nos vaya a defraudar, quedándonos sin soga ni cabra.
Preferimos retener lo viejo conocido a correr el riesgo de perderlo todo, por seguir la novedad. Comenzamos a preguntarnos, ¿por qué tendríamos que creer en Jesús? ¿Quién es Él para jugarnos la vida y especialmente el futuro por Él? Y, ya sabemos que no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver.
Así, frente a la novedad de Jesús nos portamos como unos necios. Empezamos a cuestionarnos todo y terminamos negando incluso lo evidente. No es otra cosa lo que hacen estos judío y terminan echando al ciego del templo porque había sido curado y nadie quería admitir lo evidente, que se encontraban frente al Hijo de Dios, el Mesías tanto tiempo esperado.