Juan 3,14-21 – Para que no perezca ninguno

Para que no perezca ninguno

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a Su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna.”

Domingo de la 4ta Semana de Cuaresma | 11 Marzo 2018 | Por Miguel Damiani

Lecturas de la Fecha:

  • 2 de Crónicas 36,14-16.19-23
  • Salmo 136
  • Efesios 2,4-10
  • Juan 3,14-21

Reflexión sobre las lecturas

Para que no perezca ninguno

Si el mundo está en crisis y a veces lo presentimos al borde del colapso, no hay otra explicación, es porque NO creemos en Dios. Obviamente para los incrédulos esta es una explicación absurda. Sin embargo, si nos ceñimos al Evangelio y creemos en Dios, no hay otra.

¿Por qué? Vayamos por partes. Sin pretender exactitud, porque sería imposible. Si creemos en Dios, empecemos por definirlo. ¿Quién es Dios para nosotros? Si pretendemos explicarlo racionalmente, fracasaremos. Solo podemos intuitivamente imaginarlo.

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Si nos preguntamos por qué somos tan categóricos al afirmar que solo podemos intuirlo con alguna aproximación, es porque siendo Dios Infinito en todos los sentidos, es para nosotros inabarcable, porque no podemos contener el Infinito, aunque podemos intuirlo.

Cuentan que una vez San Agustín paseaba por una playa cuando vio a un niño que habiendo cavado un hoyo iba y venía acarreando agua del mar al hoyo. San Agustín le preguntó para qué hacia eso. Y el niño respondió: quiero meter todo el océano aquí. Eso es imposible replicó el santo.

Exactamente lo mismo ocurre cuando queremos racionalizar y explicar a Dios. Nos resulta imposible, porque el día que lo hiciéramos, seríamos como Dios y esto en esta vida es tan imposible como querer atrapar el océano en un agujero.

Si logramos entender esta idea, tendremos que convenir en que Dios es inabarcable o tal como se referían a Él en el antiguo Testamento: el Innombrable. No se puede contener a Dios en un nombre, sino arbitrariamente y con fines prácticos, exigidos por la comunicación.

Y, es que Dios es mucho más que cualquier palabra. Por eso también se dice en las Escrituras que es La Palabra. Es decir, aquel concepto, aquella idea, aquella sabiduría que va más allá de cuando podemos imaginar. Que está por encima de cuanto podemos concebir.

Jesucristo mismo se presenta como el Camino, la Verdad y la Vida. Es decir que, en cualquiera de los tres casos Él es el concepto que abarca todo cuanto se puede referir a uno de ellos. O, para decirlo de otro modo, cualquier cosa que digamos podrá aproximarnos al concepto más puro y trascendente de estas palabras, sin alcanzar ni abarcar su real significado.

Veamos. Si pensamos en la vida, a partir de lo que conocemos como vida, es decir, a partir de nuestras propias vidas, podemos intuir a lo que Cristo se refiere cuando dice que Él es la Vida, pero sin duda nos resultará imposible abarcar exactamente a lo que Él se refiere, porque Él está hablando de Su Vida y de la que nos tiene prometida: la Vida Eterna.

Para comunicar la diferencia entre ambas vidas, entre ambos conceptos, con un cierto grado de aproximación, podríamos decir que nosotros somos como una vela encendida y Dios como el Sol. Compartimos algunas similitudes, evidentemente, pero si profundizamos también encontraremos muchas diferencias, más allá de las apariencias.

La Vida o para expresarlo mejor, la Vida Eterna a la que se refiere Jesús es para nosotros algo inalcanzable. No podemos ni imaginarla. Jamás podremos entenderla y mucho menos definirla, a no ser intuitivamente.

Pero una intuición no es lo mismo que la realidad. Es solo una imagen que nos sirve para expresarnos. Es como hablar de marcianos, seres que supuestamente viven en Marte y a los que nadie ha visto jamás y que cada quien imagina a su modo, cuando no ciñéndonos a patrones impuestos por el celuloide.

Pero, en tanto que lo de marcianos o venusianos es meramente especulativo, lo concerniente a la Vida Eterna constituye una Revelación transmitida por Jesucristo, el Hijo de Dios, que se hizo hombre por Voluntad de Dios Padre, vivió entre nosotros, murió en la cruz y resucitó al tercer día tal como nos lo había prometido.

A Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, lo han visto miles de personas, sanando enfermos incurables, expulsando demonios, multiplicando panes y peces, calmando tempestades , caminando sobre las aguas y resucitando muertos…

¿Por qué hizo todo esto Jesucristo? Para que creamos que Él es el Mesías, el Hijo de Dios, enviado por el Padre para Salvarnos. Lo sensato sería creerle por lo que hemos visto, porque lo que hizo desafió todas las leyes físicas y naturales conocidas.

Eso solo es posible para alguien que, como Él dice, es Hijo de Dios o Dios mismo. ¿Le creemos o no? Si no le creemos, tendremos que buscar explicaciones razonables para lo que hizo. Imposible. No las encontraremos sino tan solo especulativamente hablando.

Si le creemos, no tenemos nada que perder. Muy por el contrario, tenemos todo para ganar. Si le creemos, habremos dado por fin con el Sentido de la vida. Lo ponemos con mayúsculas porque solo hay uno: el Sentido que Dios Padre Creador le dio.

Este es precisamente el mensaje de los versículos de este Evangelio. Es preciso creer en Jesucristo, el Hijo de Dios, porque solo los que creen alcanzarán la Vida Eterna. Para eso vino Jesucristo al mundo; para salvarnos. Basta creer en Él para salvarnos.

Entendámonos. No basta decir creo en Dios, como muchos hacemos, sin comprender un ápice lo que decimos. Creer verdaderamente en Dios implica un movimiento en todo nuestro ser, que viniendo del interior, se expresa exteriormente mediante el amor.

Dicho de otro modo y en palabras simples, el que cree, ama. Porque ha comprendido que eso es lo que el Señor nos pide: amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Lo hacemos porque es lo que Jesucristo nos manda, pero también porque haciéndolo llegamos al convencimiento que es lo mejor.

Sin embargo, concordando en todo racionalmente, entendiendo lo que debemos hacer, no nos resulta fácil cumplirlo, porque demanda sacrificios que no siempre estamos dispuestos a hacer. No hacemos lo que queremos y lo que no debemos, hacemos.

Este es el mayor drama contra el que debemos luchar los seres humanos. Jesucristo lo sabe. Nos será imposible cumplir nuestro cometido, a saber, creer y alcanzar la vida eterna, sin la ayuda del Señor, la que debemos pedir en oración.

Así, la oración resulta pieza fundamental, porque sin ella no podremos superar nuestras debilidades. Orar incesantemente es el consejo que nos da Jesús. Todo el tiempo. Pedir insistentemente. A tiempo y destiempo. ¡Siempre! Por eso Él mismo nos enseña la oración por excelencia: el Padre nuestro.

Orar es reconocer humildemente nuestras limitaciones y pedir el auxilio del Señor, para que supla nuestras deficiencias y haga Su Voluntad, de tal modo que nos permita evidenciar nuestra fe, y mediante esto, salvar nuestras almas. ¿Qué mejor propósito para nuestras vidas?

Oración:

Padre Santo, creemos en ti, pero aumenta nuestra fe, para que junto con Tus ángeles te alabemos por toda la eternidad. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor, que contigo vive y reina, en unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos…Amén.

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